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Marcela y su lavadero de motos: el difícil camino detrás de un sueño

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Cuando Diana Marcela Sánchez quedó huérfana de mamá a los seis años y de papá a los siete tuvo que acelerar su proceso a la adultez y omitir casi todos los pasos que un niño a esa edad experimenta. Lo mismo pasó con su adolescencia.

“Vivíamos en Susa y mi mamá tenía una panadería, pero una mañana, muy temprano, un tipo entró y le disparó dos tiros en la cabeza. Al año de eso, mi papá se desapareció y hasta hoy no se sabe nada, nunca se le ha dado por muerto. Se piensa que lo mataron”, cuenta Marcela.

Luego de estos episodios, que marcaron su vida, fue separada de su hermano mayor, quien decidió irse de la casa a trabajar, pues nadie quería hacerse cargo de ellos. Marcela quedó a cargo de una madrasta “No tuve opción. Esa señora me dio una vida terrible. Fue una infancia muy dura: maltratos, humillaciones y abusos que no vale la pena recordar”, narra.

Con el paso de los años Marcela se sentía en el lugar equivocado. Cuando cumplió 12 buscó a su hermano mayor, quien para ese entonces se encontraba en el ejército. Ella quería encontrarlo para que él le ayudara a salir del infierno en el que vivía. “Finalmente salí de donde mi madrasta y me fui para donde otro tío en Susa, pero no duré mucho tiempo porque ellos no tenían muchos recursos. De ahí salí para Ubaté a vivir con otra madrastra que también me maltrató y humilló. Fue peor”.

Y añade: “Yo a donde llegaba era la empleada y me tocaba lavar ropa y hacer diferentes oficios para que me dieran algo de dinero para poder estudiar”.

A los 13 años, cansada de los repetidos maltratos, Marcela decidió irse a vivir sola en Ubaté. “En eso días una señora me dio trabajo en una panadería en La legua, a la cual le agradezco en el alma. Yo me empecé a ganar en ese tiempo como 150 mil pesos. Ahí jamás recibí una humillación. Me conseguí una pieza en arriendo a esa edad, tenía mi cama y empecé a estudiar de noche desde el grado noveno y gracias a Dios terminé mi bachillerato en la Normal”, recuerda.

Marcela logró obtener el título como bachiller. Sin embargo, durante ese proceso cayó en el alcoholismo: “Yo trabajaba de día y estudiaba de noche, pero tenía un problema: tomaba muchísimo. Llegué a un punto, que, siendo menor de edad, me consideraba alcohólica, luego de estudiar salía a beber. Yo llegaba a mi habitación y lo único que encontraba era trago. Para mí fue una etapa dura, me sentía sola. Pues a esa edad no tenía a nadie que me recibiera, si llegaba, o no, a nadie le importaba. Yo misma respondía por mí”, cuenta.

En su rol de madre

Ya con el título de bachiller y consciente de su vicio, Marcela sintió la necesidad de encontrar “una motivación para vivir”. Fue entonces cuando decidió ser mamá. “Cuando me gradué estaba muy aburrida, tomaba mucho y en eso decidí tener a mi hija, y digo decidí porque yo la planeé. En eso conocí a una persona muy bien, un hombre ocho años mayor que yo y con el cual me entendía. Él ya quería tener un hijo también y me dijo: -Marcela, vámonos a vivir juntos. Fue una persona que me encarriló y a los 19 años tuve a Juana, mi hija. Me fui con él para Bogotá y empecé a trabajar en el Home Center de la 170”.

Con la llegada de Juana y con una nueva vida, Marcela encontró lo que parecía una estabilidad para su vida. Pero luego de cuatro años de convivir con su pareja, decidieron separarse. Él se fue a vivir a los Estados Unidos y Marcela se quedó con su hija en Colombia. Sin embargo, Marcela reconoce que ha sido un papá muy responsable a pesar de la distancia.

El improvisado lavadero

Ya sola en Bogotá, y con Juana, las cosas se complicaron: “sufría mucho porque no tenía con quién dejar a mi hija. Les pagaba a varias señoras y me la tenían mal, me la tenían botadita. Entonces decidí devolverme. Pedí mi liquidación y con eso me vine a Ubaté a montar un negocio”.

Al salir de trabajar de Home Center recibió 3 millones de pesos. Con ese dinero arrendó un local de cerveza cerca de la plaza de mercado y pagaba una mesada de un millón de pesos, pero no le fue muy bien. “Lo que es ser uno inexperto, ¿cómo uno va de buenas primeras a pagar toda esa plata? Me fui a la quiebra, el negocio no me dio. Fui muy ignorante”.

Sin dinero y con pocas opciones, lo único claro que tenía Marcela era que no se iba a devolver para Bogotá porque su hija estaba muy pequeña. En medio de la incertidumbre, los vecinos de su fracasado negocio, Luis, el dueño del punto Auteco y Kelly, la dueña del punto Suzuki, quienes son hermanos, le recomendaron que lavara las motos que llegaban a sus talleres, ya que ese servicio no lo había y hacía falta.

“Kelly me dijo en una conversación que por qué no me ponía a lavar motos, entonces como no había un punto para ese servicio, pues pensé que quizá sería una buena idea. Yo hablé con el papá de mi hija y él me regaló un millón de pesos para empezar”, contó.

Con la decisión tomada y con el millón de pesos en sus manos, Marcela se fue para Bogotá y compró una hidrolavadora, un balde y demás elementos. El dueño de la casa en donde vivía en ese momento le autorizó utilizar un pedazo de anden para montar el lavadero. “Coloqué dos tablas en el piso sostenidas con unos ladrillos y ahí empecé sola a lavar las motos. Así duré más o menos dos años trabajando desde las siete de la mañana hasta la hora que me diera”.

El “Ángel”

Las cosas iban bien para Marcela y el destino le tenía mejores cosas aún. “En esa rutina diaria conocí a don Edgar Ángel (q.e.p.d), el dueño del Restaurante La Rueca. Él fue una de las personas que más me ayudó. Llegó a lavar su moto y ahí empezamos una amistad”.

A pesar de que las cosas iban bien, Marcela atravesaba por una depresión severa que la llevó a pensar en suicidarse: “le había entregado la niña al papá porque estaba decidida. Y por eso le debo tanto a don Edgar, porque él llegó en un momento clave para mi vida y para mi negocio. Él, con toda su experiencia me transmitió todo su conocimiento y me decía que yo estaba haciendo empresa, que lo que yo hacía no lo hacía nadie a mi edad, que era importante y esas palabras me subieron la autoestima”.

Sin imaginarlo, a la vida de Marcela llegó un ángel, como dice el refrán “caído del cielo”. Le enseñó a llevar las cuentas, a manejar una contabilidad, la nómina, porque ya tenía personal que le ayudaba a lavar motos. “Siempre le dije que me estaba dando una universidad con todo lo que me estaba enseñando. Fue mi mejor amigo, a pesar de los 25 años que me llevaba. Era como un papá”.

También le transmitió la necesidad de dar un paso hacía adelante y buscar mejores opciones para su trabajo. “Con don Edgar averiguamos varios conceptos de lavado en seco y más novedades para abrir un lavadero a la vanguardia. Visitamos ferias y varios proyectos en Bogotá para replicar. En verdad que don Edgar me mostró un camino y me estaba ayudando, y como no tenía todo el dinero él iba a ser mi socio”.

Todo iba bien, pero la vida le tenía otra lección: la persona que durante casi dos años le ayudó y asesoró, falleció. “Cuando él murió (en febrero de este año) sentí como si hubiese quedado huérfana otra vez. Me encerré un tiempo, y a la niña se la llevaron las tías. Fue muy duro”.

Un nuevo camino

Los días siguientes a la sentida perdida no fueron fáciles. Por ese tiempo el Fenómeno de El Niño amenazaba con secar todas las represas y embalses, y la Administración Municipal se vio obligada a notificar a los lavaderos del decreto que prohibía esta actividad. “No solo fue eso, también me notificaron que no podía seguir utilizando el andén porque eso era espacio público y si volvía a abrir un lavadero tendría que ser en un sitio autorizado. Me quedé sin dónde trabajar, se me muere mi mejor amigo y no tengo la plata para empezar el proyecto”, cuenta Marcela.

Cuando todo pasaba de castaño a oscuro apareció una nueva oportunidad: “me llamaron de una reconocida empresa de lavado en seco en Bogotá, porque don Edgar me había dejado bien referenciada sin que yo lo supiera, y me dijeron que me iban a ayudar, me entregaron productos y como no tenía toda la plata para empezar con el lavadero, el hijo de la mejor amiga de don Edgar, Juan Manuel, puso la mitad y abrimos el lavadero en seco aquí en donde hoy está.

Con la apertura de su primer local de lavado en seco las cosas cogían una vez más su cauce. Como era el único lugar en la región que lavaba sin agua, los servicios no paraban. Sin embargo, los problemas nunca faltaron. “Los empleados se iban con la dotación, se desperdiciaron insumos, y todo eso hizo que perdiéramos dinero. Y como una cosa lleva a la otra, con Juan Manuel (el socio) empezamos a tener inconvenientes porque él estaba en Bogotá y yo aquí, entonces decidí comprarle la parte de él y me quedé sola.

Los servicios

Hoy lleva cuatro meses con Lava Motos March, su empresa de auto y moto spa. “No ha sido fácil, porque esta nueva forma de lavar en seco no es tan bien recibida, y menos que volvió el agua. Ahora lo implementamos en el lavado de motores y cojinería. El lavadero lo modifiqué para implementar un sistema de reciclaje de agua y hoy empleo a cinco personas”.

Marcela ya es toda una experta en motos y al igual que sus empleados se pone los guantes y las botas de caucho para lavar el carro o la moto que llegue. “Nosotros sólo usamos productos biodegradables, no usamos soda, ni derivados del petróleo, ni nada de eso. Usamos un desengrasante que es muy suave, shampoo y jabones. El polinchado es con una máquina que da la sensación de pintura con silicona”.

Ella, más centrada y consciente de lo que hasta ahora ha conseguido sabe que la innovación será la clave: “Aquí le apuntamos es a lavar a vapor los motores de los vehículos. ¿Cuál es el beneficio? Que ella desinfecta, mata toda bacteria, germen, porque es con temperatura alta. Lo otro, metemos el vapor por el aire acondicionado y eso también es una desinfectante completo. Todo esto quiere decir que cuando usted limpia su carro a vapor en mi establecimiento el vehículo sale desinfectado y esterilizado.

Marcela recuerda su pasado sin pena y a pesar que es consciente que aún le falta mucho por conseguir, cree que ahora es mucho más claro su futuro y su prioridad: “Mi proyecto es montar cuatro gatos hidráulicos para carros y cuatro para motos. Pero debemos pensar en el agua y diseñar un método más eficiente de reciclaje”, concluye.

Jorge Suárez

REDACCIÓN LA VILLA

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