Texto de ficción inspirado en el mapa del país de Macondo, invitado de honor a la versión 28 de la Feria del Libro de Bogotá, y en el recorrido del pabellón cuatro de Corferias, recinto en el que aguarda la nación de las mariposas amarillas.
Hay un mapa que recorre los sentidos y los recuerdos, por el cual se extienden los brazos para abarcar cuanto más se puede. Andarlo con los dedos es ir de punta a punta por el territorio de la memoria. Desde Comala hasta la Ciudad de los 32 campanarios, y de la Ciénaga y Santa María al Lejano Oriente y La Mancha, este es el territorio en donde todos encontramos reflejados nuestros pasado, presente y futuro.
La herencia de los gitanos, los inventos de los árabes, las batallas salidas de las entrañas de una Europa vieja y anquilosada, el ensimismamiento de los gringos, el exterminio de los coterráneos, los espacios y tiempos de los turcos, y –por supuesto- los Buendía. Las gentes de esta tierra me parecen a veces tan cercanas que creo que todos podríamos tenerlas en nuestros lazos de sangre. Los escenarios de su tiempo creo que quizá podríamos verlos en nuestras calles de infancia, y sus experiencias de vida podrían ser las de nuestros abuelos o las que estamos construyendo.
Aun con todo ello, Macondo se me pierde en los límites entre la ensoñación y la realidad. Un lugar variopinto como él, de ahuyamas, berenjenas, almendros, ají, achote, malanga, yuca y ceiba europeizada, que se entrecruza con pescaditos de oro, gallitos de caramelo, sombreros de alas de cuervo y –claro está- mariposas amarillas.
Pero sí hubo un tiempo en el que recorrí esas calles, como miles de nosotros. De verdad, verdad. Y ese es el recuerdo que me mantiene y el olvido que no quiero.
La memoria
El viaje fue tremendo para llegar a sus rincones. Desde los confines de la Cajicá cundinamarquesa, un trayecto de al menos dos horas que combinó tres medios de transporte me depositó en las cercanías de una ciudadela de cemento que resguardaba como un tesoro la mágica nación macondiana. Tras pasar filtros de seguridad y atravesar ríos humanos, no menor fue mi sorpresa cuando un monumental gentío avasallaba la ciudad como si de una invasión traída del Viejo Continente se tratara. Esa gente aguardaba la “caída” de las puertas de un colosal.
Pero nunca iba a pasar, aunque en su interior se derrumbaran los muros hechos de las bananeras. Como las antiquísimas Alejandría, Babilonia, Petra, Creta, Machu Picchu, las ciudades mayas, Ayuthaya o Angkor, soportaría siendo lo que es: un hito de la memoria y del olvido del mundo.
Más de cuarenta minutos fueron necesarios para recibir el visto bueno de férreos soldados que trascienden los tiempos y resguardaban las tierras de imanes, catalejos, gramófonos, bailarinas, teléfonos de manivela, pianolas, máquinas de coser, bacinillas de oro. Por fin había llegado a la tierra cercada por la sierra, el mar y los pantanos.
Y recorrí cada recoveco con asombro, con deleite, con excitación. Allí encontré libros que me recordaban a Amaranta Úrsula, papeles y objetos que me transportaban a Melquíades, casas que me llevaban hasta Petra Cotes, plantas que me hacían miserable los segundos al ver en ellos cementerios. Pero, sin duda, fue uno el que me llevó a incontables horas intentando desamañarme: La Gallera.
Allí, donde la pelea era rigor, me encontré esta vez con puros amores. Actos reconciliatorios que desdibujaban una historia de barbaries, doblones, armaduras del siglo XVI, pelotones de fusilamiento, masacres en las bananeras, batallas cruentas que no dejaron ni una sola familia sin muertos, heridos y presos. Gestos de paz representados en conversaciones, allí en donde todos una vez se reunían para darse a una pelea de gallos; allí, en donde los amuletos, los escapularios y el laboratorio de la alquimia parecían conjurar un mal que abría sus fauces para tragárselo todo y llevarlo hasta el mismísimo fondo de la Ciénaga.
Fue por ello que nuevamente pude estar tranquilo, pensando que en algún lugar de Macondo ya se preparaban las mesas en los patios traseros de las casas –cuidados por gigantescos y apacibles árboles- y las sillas de contar historias, que se alistaban los acordeones, los juegos de damas y el dominó, que todo el mundo llegaba enmochilado en el tren amarillo para ver picotear las gallinas y los caminos de las hormigas, para preocuparse por el comején que se guarda en la oscuridad de las casas, para escuchar al papagayo y el relincho de los caballos. Nada más.
Es lo mágico de Macondo, que transporta a lugares imaginados en donde todo es posible. En eso se parece tanto a un país mío llamado Colombia…
Por: Juan Carlos Molano Carrillo
Especial para Periódico La Villa